Calella

9:05 Pat Casalà 0 Comments

            El tiempo no acompaña, pero ya estoy instalada, esperando a que el sol me conceda una tregua para disfrutar del aire libre, del mar, del viento acariciando mi cara cuando la lancha surca las olas con su porte erguido y elegante, de los peces nadando entre la magnificencia de los fondos que me encanta observar armada con unas gafas, buceando en una cala, refrescándome.
            ¡Este pueblo contiene tantos recuerdos! Es como si cada casa, cada recodo, cada granito de arena y cada porción de mar contuviera la conciencia elemental de mi camino hacia el ahora, como si a través de sus ojos estáticos me hubieran seguido en cada cambio, en cada sentimiento, en cada instante. Y ahora puedo leer en sus fachadas imponentes los anhelos perdidos, los amores encontrados, los días felices y otros más endebles, todos los veranos infinitos que pasé junto a amigos olvidados y otros que todavía me acompañan, algunos días fríos de invierno acompañada de mis libretas, aquellas que no sobrevivieron a la quema y que emborronaba con mis sueños infantiles, con mis mundos imaginarios y mis ideas locas, aquellas que pasito a pasito me han llevado hasta aquí, hasta este blog, hasta esta emoción intensa de plasmar mundos paralelos y darles vida en el papel.
            Ayer el sol lució entre las nubes a una hora tardía, casi cuando ya no calienta y la brisa marina levanta el vello. Bajamos a la playa para darnos un baño frío en el mar y permitir que el agua salada nos regalara una brizna de verano asida a nuestra piel. Elegimos un recodo del Port-Bo, justo delante de Les Voltes, escuchando las sardanas que se bailaban en la plaza, entre las menorquinas que desafían el paso del tiempo asentadas en la arena.
            El mar estaba en calma, era una extensión infinita de agua sin casi movimiento que rompía silenciosa en la orilla.
Me senté en la toalla y observé con alegría el pueblo que tantos recuerdos me evoca. Tenía la casa donde inicié la historia de Marta Noguera a pocos metros, frete a mi roca, aquella que durante años fue mi cómplice en la aventura de escribir, donde cada vez que podía me sentaba y creaba.
Casi podía sentir la fuerza de aquellos años de niñez y juventud en los que la energía fluía por mis dedos y llenaba los cuadernos con ideas e ilusiones. ¡Encierra tantas emociones este pueblo! ¡Tantas! Es como si al volver me azotara un vendaval de recuerdos dormidos y de repente pudiera revivir todos y cada uno de mis días pasados. Y cobran vida, acaricio los momentos pasados con una claridad que casi traspasa la barrera del tiempo, como si al levantar el brazo y extenderlo hacia adelante doblegara la línea temporal, convirtiéndome de nuevo en una niña, en una adolescente, en una chica, en una mujer,….
Por primera vez en los últimos años me acompaña un sentimiento infinito de alegría e ilusión. Haber abandonado esa obsesión de asegurar el futuro, de centrar todos mis esfuerzos en publicar y no ser capaz de ver la realidad maravillosa que se extendía tras el manto espeso de niebla que yo misma construí con gotas evaporadas de mi propia desesperación me ha llenado de una nueva vitalidad que ha destilado hasta la última partícula de ansiedad.
Y ahora, tras el escrito ñoño y cursi que os acabo de dejar con la intención implícita de haceros partícipes de las emociones que recorren mi piel, me voy a mirar de nuevo las nubes que cubren el cielo. Porque el sol sigue empeñado en esconderse tras ellas. ¡A ver si sale!
¡Un Beso! 

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